sábado, 25 de agosto de 2012
EL ARBOL DE CAPULI
En la esquina nor-oriental de la casa de mis padres, desde que tuve uso de razón, había un hermoso árbol de capulí. Digo en la esquina de la casa, porque textualmente es así, no en la esquina del jardín –que tal vez es lo que se imaginan–, sino justo al lado de la pequeña vereda que rodeaba el contorno de la casa.
Ese árbol estuvo allí durante toda mi infancia y me brindó oportunidades de jugar y compartir con mis hermanos. Servía, además, para subir a la terraza, pues cuando la casa tenía una sola planta no había escaleras para llegar allí. El camino era trepar al árbol y alcanzar por sus ramas el filo de la loza.
El recuerdo más antiguo de haber subido a esa magnífica altura, para mis pequeños años, fue para ver pasar el féretro del entonces Presidente Roldós y su cortejo, que seguramente llegó a Quito por la base aérea, un poco más al norte, y salió por la avenida de la Prensa con dirección al sur, pues me imagino que hubo una capilla ardiente al mayor nivel para despedir al primer mandatario fallecido trágicamente en un accidente aéreo –el único con ese destino desde que nací–. En esa época no comprendí con tanta trascendencia, cuando la noticia se transmitió como flash de última hora, interrumpiendo la transmisión, mientras estábamos con la familia en casa de unos amigos de mis padres, que nos invitaron a cosechar choclos; eso lo recuerdo clarísimo, como una foto instantánea que se guardara a mano para no olvidarla. Igual de fija, tengo la imagen de la bandera sobre el ataúd que pasó por delante de la casa. También recuerdo haber subido con mis hermanos para observar la inmensa humareda negra al final de la pista de aterrizaje, cuando cayó el avión de Aeca, que fue otro hecho histórico grabado de esa forma en mi memoria.
Había muchas otras plantas y árboles en el patio de la casa, pero éste era único y el eje de atención; al menos esa era mi percepción. Solía trepar por sus ramas para comer capulíes, acabados de cosechar directamente de los racimos generosos que nos brindaba, eran frutas dulces y grandes; como esos capulíes no los he vuelto a probar en varias décadas.
Según la historia, ese árbol creció desde una pepita que mi hermana plantó en su niñez. Aquello podría ser un dato anecdótico entre muchos recuerdos revueltos en mi memoria, mas para mí es relevante. Cuando mis padres levantaron el segundo piso de la casa, aquél árbol había fortalecido tanto sus raíces, que éstas empezaron a levantar la vereda del contorno, y como estaba demasiado cerca de la casa, tuvimos que dejarlo ir… justo en la época en que tuvimos que despedirnos también de mi hermana.
Resultó extrañamente importante para mí, un buen día hace ya un tiempo, después de algún sueño que en realidad no recuerdo, la sensación intensa de tener que visitar el cementerio –¡vaya capricho del destino!, que hasta podría parecer tétrico–. Pensé no poner atención en eso, sin embargo, varios días después todavía me inquietaba. La verdad era que hace muchos meses no había ido. Un día a la hora de almuerzo, fui. Habían cambiado varias cosas en el cementerio, entre ellas el parqueadero habilitado estaba en la parte norte y por tanto había que recorrer un buen trecho casi hasta el extremo sur, al punto que dudé acerca del camino correcto para llegar.
Cuando me iba acercando, me estremeció un repentino reconocimiento y varias lágrimas brotaron espontáneamente; enseguida tuve certeza de por qué debía visitar el cementerio, al estar frente a la tumba de Susy. Allí estaba, en la parte derecha, un hermoso árbol que brindaba sombra sobre el césped y las plantas amorosamente cultivadas por mis padres sobre la tumba de mi hermana y se alzaba alegre varios metros. Es, desde luego, un árbol de capulí.
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Inesperado final. Me encantó!
ResponderEliminarSolo una palabra: hermoso...
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